Wilfredo MendozaWilfredo Mendoza

Corrían los virulentos años de 1990 y vivía feliz (aunque no indocumentado) en la Piura Vieja adonde llegué por azares de la vida inquieta que vivía, como joven periodista, y trataba de comerme el mundo antes que este me coma.

Eran tiempos agitados, bohemios con los compañeros del antiguo diario Correo, y al pago de las quincenas, la costumbre obligaba a beber como cosacos, en medio de una sofocante ola de calor, que en algunos casos llegaba a los 40 grados a la sombra. Casi siempre terminábamos en un bar de mala muerte.

Una noche de farra, con los amigos de copas, comenzamos a hablar de libros y más libros, hasta inevitablemente llegar al “casi paisano” Mario Vargas Llosa y La casa verde, cuyo nombre era ligado a un tristemente famoso prostíbulo con más aires de antro, que “todavía existe”, señaló un borracho mal iluminado cuyo nombre me es esquivo.

Rondaba la medianoche, y este escriba recordaba la famosa novela y algunos pasajes, para situarla entre la antigua Piura y el Marañón. La memoria me traiciona. Sin embargo, más pudo mi curiosidad lectora, por lo que propuse ir a La casa verde. No hubo oposición.

Se me pasó la borrachera. Todavía recuerdo la maltrecha camioneta que nos llevó por interminables caminos de polvo viejo, hasta llegar a la famosa Casa verde. De pronto, tremenda desilusión, la famosa casa era una pared de adobe, tan vieja como hoy que la recuerdo. Era una simple pared pintada de verde, que era todo menos verde, en medio de un inacabable desierto.

Es decir, el bar literario recreado por Vargas Llosa era apenas un trozo de barro que guardaba recuerdos derruidos por el inevitable paso del tiempo, y allí recién caí en la cuenta de que una cosa es la verdad y otra muy distinta la “realidad literaria”.

Mejor lo dice MVLL en su Historia secreta de una novela. “Ya lo sospechaba, pero entonces lo supe de manera flagrante y carnal. La “verdad real” es una cosa y la “verdad literaria” otra, y no hay nada tan difícil como querer que ambas coincidan”.

Ese detalle me hizo crecer y creer que a veces la verdad es dura, demasiado dura, aunque necesaria, para soportar los dolorosos golpes que vamos recibiendo a lo largo de nuestra existencia. La verdad es lo mejor, nunca lo peor. No nos hace ni mejores ni peores, solo distintos.

Nunca más he cometido el error de querer que la “verdad literaria” se parezca a la “verdad real”. Me encanta la literaria, porque a veces la vida es la búsqueda nostálgica de una ciudad perdida. Ese pedazo de memoria en blanco que el autor mira sin ver en las líneas de arriba es quizás el nombre de una canción que siempre buscamos y nunca encontramos y queremos recordar porque pertenece al olvido. De eso se trata la vida, es mejor el olvido.

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