Casi, casi al final del curso de Redacción Básica, que dicto en la universidad, me vi obligado a imponer (sí, a ese extremo llegué) que mis alumnos leyeran de una vez por todas. El reto gustó y disgustó. Obvio, a nadie le agrada que le obliguen a leer. Al final, el resultado fue más o menos satisfactorio.
Encontraron a tientas y tinieblas las herramientas que les permitieran contar “una buena historia, digna de ser leída”, como señalaba Gabriel García Márquez, y aunque la lectura no solo es necesaria en mi negocio, debe ser para cualquiera, no solo estudiante, sino persona en general.
Muchas veces nos preguntamos, nos cuestionamos, nos rechazamos, y hasta nos odiamos, de por qué somos como somos… Y aunque no tengo la respuesta adecuada, mucho me temo que el origen radique en nuestra falta de costumbre de vivir historias ajenas a través de la lectura.
Es decir, no aprendemos a soñar. Buscamos ser felices siempre, cuando la realidad es otra. El notable crítico Harold Bloom escribió que «La lectura es un principio para interactuar con ‘la alteridad’ propia o ajena, y es el más saludable placer ‘desde el punto de vista espiritual'».
“Leemos no solo porque nos es imposible conocer a toda la gente que quisiéramos, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional”.
La buena lectura nos hace mejores personas, y las mejores historias son las que “leemos para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses”, agrega el mismo Bloom. Luego nos quejamos. La eterna pregunta de Zavalita: ¿En qué momento se jodió el Perú?
Se jodió desde siempre, porque nos encontramos en un país con una media de lectura de un libro y medio al año. Esa es la realidad, por eso mis alumnos y millones creen que la lectura no es necesaria, basta con un copia y pega de El rincón del vago.
Por tanto, dejan de soñar. Dejamos de vivir otras aventuras. Y aunque no abogo por escapar de la realidad, tal vez lo duro de las calles podría ser más digerible si cargamos una buena maleta de buenos libros.
Aquellos de los que aprendemos el oficio. Otros, de los que aprendemos a vivir, para vivir arañando la felicidad. Pero cómo pedir tanto si el propio presidente, Pedro Castillo, sostuvo que la biblioteca está en su nariz y no en su cabeza. Luego no vale quejarse, si quien enseña nunca ha leído, y luego le exigimos que gobierne. Nada más absurdo, para su falta de buenas lecturas.
Al final, bien lo dijo el notable escritor Tomás Eloy Martínez: “Somos, así, los libros que hemos leído. O somos, de lo contrario, el vacío que la ausencia de libros ha abierto a nuestras vidas”.
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