Wilfredo MendozaWilfredo Mendoza

Pensaba escribir sobre esto o aquello, pero opto por lo sensato, y con música de fondo me lanzo en ristre para escribir sobre Guillermo Caldas, más conocido como «Guiller», «El rey de las cantinas», el bolerista que no pudo vencer al maldito covid-19.

En honor a la verdad, mis años de juventud iban de la balada romántica hasta acabar los secundarios bailando torpemente con Travolta. Mi tropezón con el bolero se inició con el inolvidable Lucho Barrios y su eterno Marabú. Culpa de mi tío Hugo Rosado, quien al compás de su cerveza y cigarrillo me imponía la tarea de colocar la aguja del viejo tocadiscos a los discos de 45 RPM. Tiempos idos.

Mis años universitarios fueron dando cabidas a Iván Cruz y su eterno Brindo, que resonaba en los equipos cuadrafónicos que nunca pude tener, pero queda el recuerdo de un amorío juvenil que colocaba en su equipazo el LP, y vaya que disfrutaba de ese sonido tan limpio, de inolvidables borracheras que tardarían en llegar.

Un día del cual no quiero acordarme, en un bar de mala muerte, luego de cobrar un escuálido sueldo de esa época, en una vieja rocola, escuché aquellos versos de “Quiero comprarle a la vida/ Cinco centavitos de felicidad/ Quiero tener yo mi dicha pagando con sangre y con lágrimas…”, era la voz aguardentosa de Guiller, y la hice tocar tantas veces, que supongo el disco se rayó. Recuerdos que tenazmente se instalan en el desván de la memoria.

“El rey de las cantinas” tenía una voz privilegiada, que invitaba a soñar, sabor a desengaño, a tristeza, al amor incomprendido, como es la vida, y lo curioso es que era abstemio. Un profesional del canto. Nos vamos quedando solos: Armando Manzanero, Lucho Barrios y ahora Guiller, quien nos cantaba del vicio, pero que curiosamente solo lo entonaba. Esa es la vida, no la que vivimos, sino la que recordamos, como decía Gabo.

El  mexicano Carlos Monsiváis tiene razón cuando dice que el bolero “es apenas la nostalgia de una ciudad que  nunca existió”. Mejor vayamos al cronista Eloy Jáuregui, cuando señala que el “bolero actúa en  la zona hipersensible del alma”. Mejor no filosofemos.

Mis hijos, cuando coloco un viejo CD de boleros, me insisten en tiempos de borracheras o algo por el estilo, lo que no es cierto. El bolero, imagino que para muchos de ustedes amables lectores, es apenas la letra y música, de amores y desengaños, de tristezas infinitas, de sumas y restas, de lo que uno vivió o quiso vivir. Es apenas el gusto por un género que nunca pasará de moda, donde la letra es apenas el pretexto para recordar un gesto que se convierte en fantasma de aquello que fue y nunca más será. Al final de cuentas, el bolero es la dicha y la desdicha, el placer de saber que -pese a todo- tenemos una vida emotiva, emocional. Nada más. Gracias, Guiller.

 

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