La pandemia se sigue extendiendo en el Perú y de manera particular en nuestra querida Arequipa. Cada día aumenta el número de contagiados y, lamentablemente también, el de fallecidos. Las cifras oficiales son de por sí alarmantes y, por si fuera poco, todo indica que no siempre reflejan la realidad, que al parecer es peor.
Hospitales colapsados, personas rogando por un poco de oxígeno, son parte de la vida cotidiana, como también la quiebra de empresas, la pérdida de puestos de trabajo y los padres de familia que no cuentan con los medios para proveer de lo necesario a su hogar. Como obispo, recibo cada vez más pedidos para que rece por enfermos del COVID-19, encomiende en la Misa a fallecidos por la misma enfermedad o por sus efectos colaterales, distribuyamos más donaciones de medicinas y alimentos.
No pocas personas también me escriben o llaman asustadas al verse cercadas por la posibilidad de fracasar o morir, sobre lo cual jamás habían pensado. Agradezco de corazón a cuantos comparten conmigo sus sufrimientos, porque así me permiten participar en ellos y, en la medida de mis posibilidades, ayudarlos a cargar la cruz que les toca llevar en este tiempo.
Con ellos y con cuantos se sienten agobiados o angustiados por esta pandemia quisiera compartir también la esperanza que nos viene del Señor: la esperanza cristiana, que es una esperanza viva (1Pe 1,3) y “no está fundada sobre lo que nosotros podemos hacer o ser, y tampoco sobre lo que podemos creer” sino “en el amor que Dios mismo siente por cada uno de nosotros” (Francisco, Audiencia general, 15.II.2017). Como escribió el Papa Benedicto XVI hace unos años, “es verdad que quien no conoce a Dios…en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida”; en cambio, “la gran esperanza del hombre, que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, que nos ha amado y nos sigue amando hasta el extremo” (Spe Salvi, 27). Esta es la única esperanza que, como dice san Pablo, “no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5). La esperanza cristiana no es un mero optimismo que pueda basarse en lo que el hombre sea capaz de conseguir por sí mismo. De hecho, esta pandemia nos está demostrando que, incluso ante un virus microscópico, ricos y pobres somos igualmente vulnerables ante el sufrimiento y la muerte. Ni el dinero ni la ciencia son capaces de redimir al hombre.
Desde mi propia experiencia, entonces, en medio del tiempo de tribulación que estamos pasando, quisiera invitarlos a poner nuestra esperanza en Dios, sabiendo que Él nos ama tanto que ha dado su vida por nosotros en la cruz. La esperanza cristiana, la que no defrauda, es aquella que surge del encuentro personal con Jesucristo; por eso es tan importante que en estos momentos de dificultad levantemos los ojos a Dios, busquemos al Señor mientras se deja encontrar (Is 55,6), para que así podamos experimentar que “los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan” (Is 40,31).
Nadie tiene razón para sentirse excluido del don de la esperanza con el que Dios quiere fortalecernos en este tiempo de dificultad. “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré” dice el Señor (Mt 11,28). Es una invitación general, para “buenos y malos”, “justos e injustos” (Mt 5,45). Pongámonos en las manos de Dios. Volvamos a Él y veremos cómo Él se vuelve a nosotros (Zac 1,3). Acudamos a Dios y ayudémonos mutuamente. Acojamos la esperanza que Él nos quiere dar y transmitámosla a los demás. Es lo que todos necesitamos, tal vez más que nunca, en estos momentos.
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