Una encuesta de Ipsos realizada en abril de 2025 revela un dato que no debería sorprender, pero que para algunos sacude el tablero político: el 37% de los peruanos votaría o podría votar por Pedro Castillo, el expresidente actualmente encarcelado tras un intento de disolver el Congreso en diciembre de 2022 después de un corto gobierno bajo hostigamientos legales y fácticos muy diversos.
Este respaldo, que incluye un 15% que votaría «definitivamente» por él y un 22% que «podría» hacerlo, es claramente una muestra de resistencia de los espacios populares que le entregaron su voto. En especial, teniendo en cuenta las desaprobaciones de aproximadamente 90% del Ejecutivo y Legislativo.
El apoyo a Castillo debe entenderse como un voto identitario, más que programático, en un contexto de fragmentación partidaria donde el centro-periferia sigue gritando. En sistemas con partidos débiles, como el peruano, los liderazgos de outsiders emergen como canales de expresión para sectores marginados. El “voto de protesta” del sur andino, que llevó a Castillo al poder en 2021, responde al agotamiento de un modelo político centralista que desatiende las demandas regionales. Sin embargo, junto con este respaldo, se mantiene el rechazo de las élites tradicionales no solo a Castillo, sino a cualquier propuesta semejante.
¿Qué significa este 37%? Que el Perú de 2025 sigue fracturado, con un sur que reclama voz y un sistema político que no logra renovarse, dando espacio cómodo al antiestablishment. Mientras la campaña electoral de 2026 calienta motores, la figura de Castillo, desde prisión, nos recuerda que la política peruana no se transformará encerrando o proscribiendo la participación de figuras que la sociedad reclama, sino escuchando a quienes los sostienen.
Mientras tanto, el Ejecutivo no se desprende de la frivolidad de viajes, cirugías y relojes. La ciudadanía, harta, espera más que promesas: exige un cambio real que nadie parece representar.
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