Normalmente el ciudadano común se pregunta «¿por qué yo tengo menos derechos que quienes toman las carreteras? ¿Qué culpa tengo yo de sus problemas? Cuando el municipio me pide coima para darme licencia o me cobra diez mil para darme el ‘certificado de bioseguridad’ para mi agencia de viajes, o cuando tengo que pagar el 10 % del importe de mi cheque a los gordos funcionarios del gobierno regional, o cuando el juez me cobra 3 mil dólares para un lanzamiento o se demora un año para proveer un escrito, ¿acaso tomo carreteras?». Sin embargo, demostrando que el Estado peruano es absolutamente inútil y que quienes están al margen de la ley tienen más derechos que quienes románticamente la respetan, este y los anteriores gobiernos siempre se dejan chantajear.
Es exactamente lo mismo que pasa con los delincuentes: ellos tienen más derechos que las víctimas, el Estado les pone abogados, los fiscales tienen más miedo que siete viejas para pedir prisión preventiva o los jueces, invocando clásicos alemanes (pero escuchando música chicha), los sueltan. Entonces tenemos a un Estado “constitucional” de derecho (como a algunos intonsos les gusta llamarlo) que funciona notoriamente al revés: quienes no respetan derechos ni leyes tienen más protección que quienes los respetan. Y lo peor es que la Policía es hoy la carne del sándwich, porque si reprime (para proteger el orden público) es acusada de cuanto delito existe, y cuando no lo hace, es objeto de ácidas críticas. Encima hoy se ha pisoteado la institucionalidad de la PNP con una “razzia” que me hace recordar a Stalin cuando purgó a todos sus excamaradas y ordenó que asesinaran a Trotsky. El colmo: la democracia está en contra de su propia institucionalidad.
Pero, vaya paradoja, esos vocingleros y agitadores profesionales que azuzan con banderas rojas y cánticos procomunistas no podrían hacer lo mismo en Pekín (acuérdense de la masacre de la plaza Tienanmen), en Cuba (ahí tienen a sus presos políticos y sin libertad de expresión) y en Corea del Norte (donde matan por solo mirar de reojo a la foto de su líder). Y lo peor: ellos no se van a esos “paraísos socialistas” sino que prefieren quedarse en el infierno de la economía de mercado y de la sociedad de consumo. ¡Son mártires!
Increíblemente en el Perú resulta que los derechos de quienes no respetan los derechos de los demás están por encima de cualquier norma, y ni el precario presidente puede ordenar que se ponga orden, porque se orina con solo pensar que lo van a acusar de represor, de “neoliberal-pro Confiep-malo-cochino-puf”. Entonces, con la bendición de las ONG de “derechos humanos” prefiere que se pisoteen los derechos de inocentes y se eleve a categoría supraconstitucional los derechos de quienes azuzan la violencia, el caos, la burla a la ley y el desafío al Estado. Y entiéndalo bien: ni en los EE.UU., Alemania, Francia o Rusia el Estado se pone en contra de quienes respetan el orden público. A nadie se le puede obligar a la solidaridad, esa es una decisión personalísima.
¡Cuánta razón tenía Goethe cuando dijo “prefiero la injusticia al desorden”! Es que en el desorden se puede producir la mar de injusticias en forma anónima y sin responsables. Hoy el Estado peruano, ineficiente y burocrático, tiene el ojo morado, no solo por el color político del presidente sino por el paro de Ica.
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