De sorpresa, como muchos hechos de la vida, me entero casi de casualidad de la muerte de un amigo, un excompañero de trabajo, producto de este virus asesino. Esta nueva muerte es un digito a los 190 mil 909 fallecidos por esta pandemia. Es apenas un número, pero que envuelve una historia. Una vida hoy fallida. Un desencuentro, de los muchos que tenemos en la vida, pero que no nos permiten contar más. Pasado, presente, nunca futuro, me asaltan. Un desasosiego terrible me invade.
Albert Camus nos “enseñó que somos las decisiones que tomamos, ya sean buenas o malas. Padre del absurdismo, una corriente filosófica que trata de asumir las incongruencias de la vida y la existencia, muchos estudiosos del intelectual destacan que su pensamiento es la respuesta al período convulso en el que le tocó vivir”, y que hoy vivimos si es que vivimos.
Inevitable, uno reclama, por qué tantas absurdas partidas. Cada cual desgajada de tajo, como si te cortaran las alas de la alegría para vivir en las sombras de la oscuridad, donde habitamos, ese absurdo del cual nos hablaba con mucho pesimismo y fatal realidad el autor de La peste y El extranjero.
No voy a tratar de explicar sobre los extraños designios de esta cruel lotería, como me indica otro amigo. Son esas teorías, que mejor no explicar, porque nadie en su sano juicio busca la muerte. Esta nos busca y rebusca, no hay forma de hacerle el quite. Es la absurda resignación a saber cuándo nacimos pero nunca cuándo moriremos.
Estamos ad portas del Bicentenario, y no hay electo presidente. Todo es un despelote total, desde los impresentables congresistas, el derrumbe económico y político, hasta la falta de idoneidad en quienes, dizque, nos van a gobernar. Ni modo. Es una suerte de muerte en vida.
Mejor no cuestionar, sino seguir adelante, que al final de cuentas es la única forma de tratar de borrar nuestros malos pasos. Aunque siempre tengo la certeza de que lo malo caminado es solo una mala forma de disimular nuestros escasos aciertos. Esos golpes bajos, que tarde o temprano nos pasan factura. Y de paso asir los retazos de alegría, que nos permitan vivir.
Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizás sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Es lo único que no podremos conseguir, porque vamos rumbo al abismo del absurdo, por vivir como animales errantes, sin pensar que la parca acecha. Al final, amigo Enrique, espero que no seas solo un número. Hace tiempo nos desconectamos, quiero pensar que al timbrarte suene ocupado. Solo sé que mejor no marco, porque habrá un sonido seco y vacío, que no es sino el adiós que nunca nos dimos. El hasta pronto, sin retorno.