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LAS ANTENAS 5 ONG

Un fallecido exdiputado aprista del primer gobierno de Alan García me comentaba emocionado que conoció a mi padre cuando de jóvenes buscaban trabajo. Se enrolaron en las filas de los vacunadores y, al igual que nuestros héroes de hoy, de bata blanca (médicos y enfermeras), lucharon contra la viruela, la polio y otras plagas más. A ellos les asignaron las alturas puneñas, para que, cargados de sus materiales sanitarios, pudieran visitar a las comunidades campesinas.

Pero resulta que al llegar a una de ellas, los comuneros, contaminados de mitos y de sus propios miedos, pensaron que eran los “kharisiris”, que en la mitología andina son aquellos que le quitan la grasa a sus víctimas (una especie de liposucción pero diabólica). Mario Vargas Llosa habla sobre esta mitología (aunque con el nombre del “pishtaco») en su obra “Lituma en los Andes”.

El hecho es que al recordado exdiputado y a mi padre, creyendo que eran los “kharisiris”, porque además no eran lugareños y portaban extraños artículos como agujas y botellitas, los rodearon y los aherrojaron a una choza con el fin de quemarlos. Don Miguel, mi padre, escapó y logró que una patrulla del Ejército llegara a ese paraje, rescatando a su compañero. Obviamente no se pudo vacunar a ninguna persona de ese lugar. Prefirieron los mitos a la ciencia, la enfermedad a la vacuna.

Hoy, casi 70 años después de tal suceso, cuando el Perú está casi por cumplir 200 años de independencia (pero colono de teorías y mitos), en las alturas de Huancavelica, y demostrando que hasta ahora el Estado formal peruano solo está para los inútiles ministerios y no está presente en toda la heredad nacional, se ha repetido el rechazo, pero no contra los vacunadores, sino contra unos ingenieros y técnicos que fueron a instalar unas antenas necesarias para la conectividad en el internet, que hoy es casi un artículo de primera necesidad.

Pero como hay algunas ONG que aparecen siempre para cada algarada violentista nacida de la ignorancia y de apetitos personales ruines, disfrazada de “legítimas reivindicaciones” o de “respeto a las costumbres ancestrales» –llámese chantaje o cobro de cupos–, cuya máxima expresión la sufrió Puno con el “aymarazo”, éstas son expertas para justificar o para “explicar el conflicto siguiendo los novísimos protocolos”, que al cambio significa justificar su inútil existencia: se muestra vivamente la postura del perro del hortelano. Se reclama inserción social, modernidad, pero no se deja que la tecnología y la inversión llegue hasta los lugares más recónditos de nuestra patria.

Ahora, comparar a las comunidades campesinas del Perú de los años 20, cuyos integrantes no tenían idea de lo que era nación, patria y estado (Ciro Alegría así lo muestra en su obra “El mundo es ancho y ajeno”), con las de hoy, que ya no tienen ojotas sino zapatillas, y que son bilingües, y que además están más integradas a la modernidad que hace 70 años, es evidentemente un despropósito; peor aún, justificar el secuestro de trabajadores y la destrucción de una antena necesaria para las telecomunicaciones. Además, y no lo digo yo, una de las causas de la gran depresión que sufrió José María Arguedas (lo recuerda Mario Vargas Llosa en “La utopía arcaica”) fue que la comunidad campesina que conoció, de donde soñaba saldría el “Inkarri”, se transformó totalmente. De manera que hoy, pretender justificar con las teorías hechas para estudios universitarios, un delito flagrante, es un absurdo.

El gobierno debe de mostrar autoridad. Si no se mantiene firme y castiga a los secuestradores, va a incentivar conductas viles como las que ya conocemos sobre todo en el sur del Perú, donde con el pretexto de defender “causas populares” resultan chantajeando a la inversión privada.

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